A finales de julio de 2008 y durante un concierto del cuarteto de los grandísimos músicos Antonio Serrano y Javier Colina en El Café Central, caigo en la cuenta de que no está en el escenario el piano de siempre.
MONSTRUO DE DOS CORAZONES
Cuando uno lleva tiempo sin escribir… quiero decir, sin escribir profesionalmente, que es algo más o algo distinto que escribir a secas; eso, cuando llevas tiempo sin escribir de verdad, en serio, y te piden que vuelvas, parece que tendría que sobrevenirte eso que llaman stagefright, el miedo escénico. Y no hay tal. Primero, porque el miedo escénico es un compañero del que nunca te has librado: ni antes ni después; ni cuando más comprometido parecía que estabas ni cuando lo habías dejado de estar. Luego porque, aunque hayan pasado tantos años, lo que se te plantea no es tanto volver a escribir como algo más difícil, renunciar a una decisión que se creyó inquebrantable: dejar de dejar de escribir. Y cuando te resignas y a pesar de todo te pones, ejem, al teclado otra vez, se apodera de ti una responsabilidad quizá dormida, pero no olvidada por completo. Renace una escondida inquietud. De una vez por todas, resucita o emerge desde Dios sabe qué interioridades el crítico, ese crítico que habías tratado en vano de silenciar para los restos. Qué le vamos a hacer, seguía ahí, agazapado. Pues venga, dejemos paso al crítico.
¿De qué le toca al crítico escribir hoy? ¿Del piano del Central? Vaya por Dios, del piano del Central. Al primer tapón, zurrapas, que decía el clásico. No has hecho más que volver y ya empiezan los problemas. Porque verán ustedes, si a mí me piden que escriba algo que tenga que ver con el Café Central, de lo último que se me ocurriría escribir es del piano.
¿Por qué no? ¿Es que no quedaría bonito? Sí hombre, y además parecería verdadero. Sonaría creíble, hasta poético, hablar de un piano que es el centro de un determinado sitio –vaya por Dios: el centro del Central-, y a partir de ahí dar curso libre a toda una serie de inclinaciones, entre nostálgicas y organicistas, para cantar las glorias de ese piano no ya como simple artefacto o máquina musical sino como víscera genuina, corazón auténtico que sostenía la vida, la personalidad, la diferencia de un local dedicado al jazz. Algo parecido a esto se habrá escrito de muchas cosas, no necesariamente pianos; estoy seguro que yo mismo escribí en tiempos algo parecido a propósito de qué sé yo qué.
Porque está muy bien la metáfora cardiaca, y no tengo inconveniente en volverla a aceptar. Siempre que, a cambio, me acepten entonces que el Central es o ha sido una especie peculiar de monstruo. No un monstruo con dos cabezas, que eso está al alcance de cualquier monstruo que se le ocurra a uno, sino algo más difícil: un monstruo con dos corazones. Dos corazones de importancia desigual. Un corazón principal, y otro secundario.
Y ahora lo siento, pero lo que ya no va a conseguir nadie es que yo diga que ese piano que nos ocupa ahora, ese bendito Yamaha del que se supone que debería llevar un rato hablando, era el corazón más importante del Café Central de Madrid. De acuerdo, era un piano estupendo donde unos músicos estupendos tocaron una música estupenda. Con esto, que la verdad es que se le ocurre a cualquiera, podría estar ya dicho todo.
Adesso, no. Queda todavía algo importante por decir. No olvidemos que ese piano desapareció y, aunque ahora reaparece en otros predios y yo soy el primero en alegrarme, lo cierto es que ha estado tiempo ausente y sin embargo el Central sigue vivo, sin desfallecer y sin dejar de ser el Central. De modo que corazón, no; al menos, no corazón principal.
Así pues, entremos en materia. Basta ya de suspense. Definámonos y confesemos cuál es, a nuestro juicio, ese corazón principal del Central de nuestros desvelos. Pongámonos todos en pie para saludar a un corazón especial, un corazón de Segovia que se llama Gerardo Pérez. Porque sin Gerardo no habría ni piano, ni Central, ni nada de nada.
Creo que Gerardo Pérez es el tipo a quien más he envidiado en mi vida. Le conozco desde hace muchísimo tiempo. Coincidí con él en la Universidad Complutense cuando ésta todavía no se llamaba Universidad Complutense sino, más propiamente a mi juicio, Universidad de Madrid. Llevaba yo dos años en su Facultad de Derecho cuando entró en ella Gerardo Pérez. Sucedía esto a comienzos de una etapa menos masificada, en la que los alumnos nuevos eran asignados a grupos pequeños. Señalado ya por designios misteriosos, Gerardo cayó en un grupo de privilegiados, gente especial entre la que, a lo largo de los años, se iban a singularizar personajes de mucho tronío: letrados eméritos; directores generales y consejeros de administración de entes públicos; secretarios de Estado, y hasta un presidente del Gobierno y su señora. Quiero suponer que Gerardo Pérez, sin hacer ruido pero sin tampoco desmerecer entre tanta lumbrera, sacó adelante sus cursos y consiguió limpiamente su título.
Y fue entonces cuando dio la campanada y proclamó lo que otros no nos habíamos atrevido a decir. Por más compañeros ilustres que hubiese tenido, por más futuro prometedor que se le augurase, eso del Derecho no iba con él. Él, como el poeta, había estudiado la injusticia y sus leyes, pero no daría un paso más por ese camino. Otro destino le correspondía. Gerardo estaba llamado a dirigir un club de música.
Total, que Gerardo Pérez colgó los hábitos leguleyos–no creo que se los pusiera nunca-, encontró un local precioso en un sitio precioso, y así surgió el Central. En ese lugar, bajo los auspicios de Gerardo, se empezarían a escuchar músicas diversas, y no hay más que recordar aquella época gloriosa de los cantautores; pero el jazz, criatura insidiosa y subrepticia, se iba a imponer poco a poco sobre toda la competencia hasta hacerse dueño del escenario, acaso porque en su centro -vaya, hombre, otra vez el centro del Central– en su centro, digo, había un piano. Un piano magnífico a cuyo lado algunos hemos tenido la suerte de estar, y suerte también que hay fotografías para testimoniarlo; un piano junto al cual podrán estar ahora espero que otros muchos. El piano del Central, el club de Gerardo Pérez.
José Ramón Rubio, marzo 2010