Miguel Tallón

A finales de julio de 2008 y durante un concierto del cuarteto de los grandísimos músicos Antonio Serrano y Javier Colina en El Café Central, caigo en la cuenta de que no está en el escenario el piano de siempre.

EL SECRETO DEL PIANO DEL CENTRAL

Siempre es igual. Aparecen por el paso que hay a la derecha del escenario y, con aire perezoso, se van acercando a la tarima culebreando entre las mesas mientras le curiosean la cara a la gente. Alguno se enreda charlando, sonriendo a las bromas de los conocidos y haciéndose esperar hasta que alguna mirada lo empuja a su rincón del escenario. Entonces todos se ponen serios, se les tensa la espalda mientras cruzan miradas y alguna palabra. Hay un gesto, se amaga un ritmo y, como ante una invocación, aparece el sonido, derramándose brusco y curioso, ocupando el espacio y empujando el aire contra el pecho de la gente que está en las mesas. La luz reacciona al sonido desentendiéndose del público y volviéndose a los músicos, acechándolos y comiéndoles las sombras. Ellos son los invocadores y palpa con avidez sus formas intentando comprender el origen del mal que les fuerza cada noche a repetir el rito.

Primero cuentan una historia conocida, una melodía que nunca es nueva aunque nadie la haya oído. Pero no se hace caso, es una excusa para otra cosa y hay que esperar y estar atentos a cuando la vieja historia comienza a ser otra historia. Es preciso ver como pierde sus formas, como la van dejando, apartándose como si fuera un juego, aunque no lo es, no puede serlo porque se frunce el ceño.

Están buscando. Lo hacen comprender aunque no lo digan y, desde las mesas, la gente se lo cree, está con ellos, buscando también. Se participa expectante, esperando el momento en que lo encuentren. Y están a punto, lo rozan casi, pero por mucho que los dedos hurgan entre las teclas del piano lo buscado parece responder con el quiebro justo para evitar su contacto y dejar burlado al hurgador, que lo sigue intentando, se retuerce forzándose a salir de los caminos que otros abrieron, porque adonde él va aún no ha ido nadie y no será un camino quién lo lleve. Hay que sacar los pies, saltar afuera, comenzar a moverse por donde nadie ha estado. Aunque no sepa adónde, por ahí se llega y hay que ir. Hay que intentarlo y mantener la esperanza de que al llegar se reconocerá el  lugar en el que siempre se ha querido estar.

Pero se ha perdido, se ha quedado enganchado entre las teclas del piano en un camino que todos conocen y que no lleva a ninguna parte. Quiere salir, se le nota el esfuerzo, pero no hay por dónde. Es inútil y sus espasmos y balanceos ya no parecen sinceros. Como una pose que hace sentirse engañados a los que escuchan: no se busca nada, no hay nada que buscar.

No vale la pena atender, mejor agarrar con la mirada al camarero para pedirle otra copa, mejor charlar. Y siempre hay algo que comentar. Es agradable hablar mientras se bebe la copa y se escucha de fondo una música tan bonita. Mirar de reojo a las otras mesas, imaginando conversaciones atrevidas, seducciones elegantes. Divagar con lo de siempre procurando no descomponer el gesto concentrado…

Hasta que se vuelve a escuchar otra melodía, otra historia, como una petición de expectación. Y al principio se atiende, por si acaso, y el tema entero, nada de perderse en la primera esquina. No hay que hablar, ni divagar sino cerrar los ojos y concentrarse. Mover la cabeza y llevar el ritmo con los pies para confirmar que se está atento, nada de dormirse. No va a pasar nada, se acepta, pero hay que estar seguro de que no es uno quien falla. Hay que escuchar.

Pero es difícil no perderse, hay que esforzarse en seguirlos, en avanzar pegado a ellos, acompañarlos en su búsqueda, levantar piedras con ellos, mirar detrás de las puertas. Pero no hay nada que no sea lo de siempre, las preocupaciones, los miedos, los complejos y engaños de la pequeña vida de cada cual, y en ellos se queda todo atascado, se revuelven en la mente con la cuchara de la conciencia adormecida mientras al fondo aún se escucha la música. Durante un rato se camina perdido y abstraído, entreteniendo la vista entre recuerdos dudosos: palabras nunca dichas, deseos desatendidos, saludos de extraños.

Hasta que se oye un grito que obliga a mirar. Algo ha cambiado, lo han hecho. Ha ocurrido y ahí está lo buscado. Ahora la caja del piano es el umbral del mundo en el que siempre hemos querido entrar y hay que meterse dentro para no volver a ser un idiota haciendo muecas. No. Ahora no. Hemos pasado los brazos a través de un hueco y los agitamos con la esperanza de un contacto en el que nunca se creyó. Es un grito, una pedrada a la cabeza de quien nunca nos ha mirado, de quien nos sueña sin saber quién somos, y ahora lo golpeamos, lo queremos despertar, que nos mire, que sepa que no somos un sueño.

Una cabezada y abro los ojos sobresaltado. Que vergüenza, me he dormido. Pero nadie me mira desde las otras mesas, menos mal. Espero que los músicos tampoco se hayan dado cuenta, que hayan pensado que escuchaba. Y ya está acabando el tema, increíble. Bueno, aplaudiré con estruendo para compensar. Y hasta he soñado, pero ¿qué fue?

Miguel Tallón, Madrid, 12 agosto de 1993